20 mayo 2016

UN CUENTO PARA SOÑAR




UN CUENTO PARA SOÑAR
Érase una vez un pueblo normal lleno de gente normal con vidas normales.
Érase una vez un habitante diferente, un personaje que no era como los demás. Lilia lo sabía, era evidente su diferencia pero aún no había entendido que era especial.
Era gordita, con una larga melena pelirroja y pecas en la cara. No tenía hermanos, sus padres eran mayores y vivían con su tía.
Mientras su madre y su tía cosían en la mesa camilla del cuarto de estar ella jugaba a esconderse bajo las faldas de la mesa fingiendo ser un pollo asado.
Veía la vida borrosa, por ello su madre puso una goma atada a su cabeza para que no perdiera las gafas. Las necesitaba para leer pero nunca leyó para dormir sino para soñar.
En aquel pequeño pueblo en el que vivía, cada  mañana los niños iniciaban su camino a la escuela. Lilia sabía que no se llegaba muy lejos a lo largo de aquel camino porque no se trataba solamente de una  cuestión de distancia. Su cabeza contenía una actividad diferente que podía llevarle mucho más allá de la escuela: la creatividad.
La hora de gimnasia, en la que tanto disfrutaban los demás, suponía una tortura para ella así que en aquella cancha de baloncesto desconchada, apoyada en las espalderas laterales aprendió algo que nunca aprenderían el resto de sus compañeros; aprendió a volar.
Entre retales, botones, cintas y vestidos imposibles se elevaba hasta lo más alto y recorría todas las pasarelas del mundo, las que existían y las que no.
Un día escuchando la clase que un profesor, a través de su indiferencia, les estaba explicando… se quedó dormida.
Cuando despertó había crecido  en altura y sus ideas en profundidad. Vivía en una pequeña ciudad, Pamplona. Su nueva casa era como un libro infantil que abres y despliegas y del que van saliendo pequeños compartimentos secretos. El salón por la noche se dividía en dos. Una mitad se convertía en su habitación y estirando de una manilla de la pared aparecía su cama.
Empezó entonces a vivir una adolescencia de  rebeldía silenciosa, sin portazos ni gritos, sin dejar de ir a misa los domingos ni llegar más tarde de la hora acordada. Sólo la manifestó dibujando en su cuerpo algo que siempre le acompañaría.
Cada mañana decidía si seguir durmiendo o levantarse y perseguir sus sueños. Embarcada en el descubrimiento de una carrera universitaria conoció a Mireya y su piso de permanente jornada de puertas abiertas. Álvaro, su hermano, vivía con ella. Cantaba en un grupo que había formado con unos compañeros de clase y al que llamaron Lady Jean Bean pero cuya música jamás traspasó las paredes de aquel piso en el que las revistas de los Jueves hacían cola en el bidet y se tocaba la felicidad.
Por allí pasaron profesores, militares, curas y por supuesto todos los amigos que Lilia, Álvaro y Mireya hicieron en la universidad:
Laura, a la que creyeron asexual (ya que nunca mostró el menor interés hacia nadie), Nerea, una borroka sin remedio, Iñaki, un heavy que a Lilia le hacía gracia, Oihana, una matriculitas, probablemente la número uno de la clase,  Natalia, que soñaba con  echarse un novio inglés y bohemio y  Dani, este se dejaba caer de vez en cuando por allí porque estudiaba y vivía fuera con su novia.
En su futuro cabía todo lo que aún no le había sucedido y no paró de abrir nuevas puertas que daban a lugares insospechados; leyó muchísimo a autores que desconocía, viajó a pueblos, ciudades, paisajes comunes o de esos que sientes que sólo tú has visto, viajó en autobús, en coche, en tren y con su imaginación…, cada día tenía un rumbo diferente en aquella época en la que todo era posible, desde una incursión ocupa al piso de Josemi, (un compañero de clase al que apenas conocían), a las noches infinitas de los jueves, de los viernes, de los sábados…o a las tertulias de los domingos en un café con compañeros de inquietudes similares.
Todas estas emociones empezaron a mezclarse en su cabeza como si de una coctelera se tratase hasta que calló en un profundo sueño.
¡Qué puerta más pesada! y se cerró de pronto, con un golpe y desapareció.
Le rodeaba Madrid. De su adolescencia sólo conservó el tatuaje. Estudió diseño y se fue a vivir a un piso compartido. Abandonó el negro animándose a dar nuevas pinceladas de color a su vida. Se enamoró de un mensaje de texto que pasó a ser una llamada, y otra y otra… y más tarde a tener cuerpo. Todos sus amigos eran nuevos. Conoció a una joven japonesa que se casó embarazada en las Vegas con un chico vestido de Elvis, a Luís, un homosexual que buscaba la luz en cuartos oscuros, a Patricia, cuya línea divisoria entre la prostitución y la clausura pesaba 30 kilos…
Y dio rienda suelta a su creatividad.
Pero en aquella vorágine de vestidos, tocados, broches, bolsos y muñecos, soñadora sin remedio, Lilia volvió a dejarse caer en brazos de Morfeo.
Despertó de nuevo en su ciudad universitaria. Era como viajar al futuro habiendo cambiado el pasado.
Mireya era madre de dos niñas, Álvaro profesor de una academia, el piso de ambos estaba deshabitado, siempre cerrado, no se podía ir de ocupas a una fiesta en casa de Josemi porque este vivía en Londres mientras que Dani ahora había vuelto a Pamplona  porque había dejado a su novia al aceptar que era gay. Laura no resultó ser asexual y se había casado con Iñaki (el chico que le hacía gracia a Lilia y que lejos de seguir vistiendo camisetas heavys y llevar coleta ahora era un serio doctorando.
 Nerea había abandonado su palestino y su mochila a rayas por un fular y un bolso porque se había dado cuenta de que así se ligaba más. Natalia vivía en la Chantrea con un chaval de lo más castizo y Oihana era profesora en un colegio porque después de salir en el cuadro de honor de su carrera decidió que aquello no era lo suyo y estudió magisterio infantil.
Lilia muchas veces pensaba en sus sueños. ¿Por qué nadie les daba importancia? casi pasamos el mismo tiempo dormidos que despiertos. Sentía que solo en ellos su creatividad no conocía límites.
El verse convertida en mujer le llevó un tiempo de ansiedad y desorientación que supero con ayuda de todas las personas que había ido acumulando con el paso del tiempo. Se casó con el que siempre fue su novio, recuperó para mañana a las amigas de ayer y trabajó en Pamplona lo que aprendió en Madrid.
Una tarde cualquiera quedaron todas para ir a un concierto. Un grupo incipiente llamado La Biscuit Box  tocaba en un local de San Juan. El concierto en realidad, no era más que una excusa para volver a reunirse ya que en el mundo adulto  la vida era tan ajetreada que, aunque ahora vivían todos en la misma ciudad, apenas se veían.
En la puerta del local volvían a  estar juntos otra vez. Por fuera eran diferentes. Estaban mayores, con la seriedad que caracteriza a la edad, con más kilos y menos pelo aunque más elegantes en general… pero por dentro eran los mismos, con las mismas ganas de vivir y felices del reencuentro.
Tras  mucho intentar sintetizar su vida para poder poner al día al resto de cómo les había ido, la mayoría se quedaron con recuerdos de momentos triviales de aquellas tardes tranquilas universitarias donde su interior empezaba a emerger y todos fueron juez y parte de aquellos cambios.
Intercambiaron diálogos tontos y risas flojas y decidieron hacerse una foto para recordar el momento, para que en un futuro sirva como prueba del pasado.
Una de esas fotos que cuando al cabo de los años aparecen dentro de un libro que te apetece releer, no recuerdas por qué todos reían pero sí que aquel momento fue feliz aunque puedas ver en sus ojos sueños que nunca se materializaron.
Entraron en el local y tomaron unas copas mientras esperaban a que diera comienzo el concierto.
Empezó con las luces apagadas y un aplauso ensordecedor que se intensificó con la aparición en el escenario de alguien de negro, con un pitillo y un sombrero de mapache. Era Álvaro. Miró al público y sonrió al volver a ver a sus amigos, a los que  hacía años que no veía y mucho menos juntos.
Tardó unos instantes en empezar a hablar y preguntó:
 "¿Alguien conoce este poema de Pablo Neruda? dice:"
Muere lentamente quien no viaja,
quien no lee,
quien no escucha música,
quien no halla encanto en sí mismo.
Muere lentamente
quien destruye su amor propio;
quien no se deja ayudar.
Muere lentamente
quien se transforma en esclavo del hábito,
repitiendo todos los días los mismos senderos;
quien no cambia de rutina,
no se arriesga a vestir un nuevo color
o no conversa con quien desconoce.
Muere lentamente
quien evita una pasión
y su remolino de emociones;
aquellas que rescatan el brillo de los ojos
y los corazones decaídos.
Muere lentamente
quien no cambia la vida cuando está insatisfecho
con su trabajo, o su amor;
quien no arriesga lo seguro por lo incierto
para ir tras de un sueño;
quien no se permite,
por lo menos una vez en la vida,
huir de los consejos sensatos...
Lilia miró a su alrededor. Miró las caras de todos ellos. Respiró hondo y sonrió. Contempló la tarde que se escapaba y sintió por un instante la grandeza que da el tiempo a los pequeños momentos. Dentro de unos años, de muchos sueños…aquel momento seguiría intacto en su recuerdo. Recordaría si hacía frío o llovía mirando la ropa de la foto que se habían hecho antes de entrar al concierto. Así mismo recordaría los años que habían pasado desde aquella foto hasta el momento viendo sus rostros. Pero lo que siempre recordaría aunque nunca volviera a verles, aunque nunca encontrara la foto…lo que no olvidaría jamás es lo que sentía en aquel momento, escuchando aquel poema tan revelador, sintiéndose despertar y estando redeada de todos ellos.
Como si la vida fuera un holograma que emerge ante sus ojos dejó de tenerla borrosa y entendió que había conseguido alcanzar sus sueños estando despierta.

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