LA VIDA ES UN CÍRCULO QUE SE CIERRA.
Cuando era pequeña los sueños estaban
al alcance de mi mano y el tiempo sólo significaba la hora de dormir. Nací y
crecí en un pueblo, en una casa con carné de familia numerosa siendo la tercera de cuatro hermanos.
Cada Navidad, junto con el frío,
llegaban de Madrid, Barcelona y Valencia mis tíos y primos, pero cuando murieron
mis abuelos, poco a poco, dejaron de venir.
Después mis hermanos mayores salieron
internos y más tarde yo. Nunca quise irme pero debía hacerlo para poder seguir estudiando. Tras muchos años
fuera de casa ya no quise volver. Decidí vivir mi vida lejos de aquello aunque
volví cada año por Navidad.
Busqué un trabajo en una ciudad y viví
una vida independiente. Conocí a un chico, me casé y tuvimos dos hijas. Comía
fuera y les veía poco.
Este año, de nuevo en casa por Navidad,
viendo a mis padres ya mayores y mirando a todos con las uvas preparadas y la
copa de cava lista para brindar recordé tantas cosas... que fui dejando en cada
campanada el recuerdo de la niña que fui:
Una...
Recordé
una función en la que hice de Virgen María en una representación escolar y a la
que toda mi familia vino a verme; cubierta con una sábana blanca y con un
Nenuco entre mis brazos sonreía al video que grababan mis padres y a las fotos
de mis abuelos. Mientras, mis hermanos trataban de hacerme reír desde lejos.
Sentí que aquello era lo más importante que habíamos vivido juntos.
Dos...
Elevé el vuelo hasta mis abuelos, a los
trabalenguas, juegos y chistes de mi abuelo, a los jerséis hechos por mi
abuela. A uno le puso mi inicial. No recuerdo el día en que no quise ponérmelo
más.
Tres...
Sentí la velocidad en la cara de las
carreras de bicis por la cuesta de la Parroquia hasta llegar a la plaza
donde jugábamos a polis y a cacos hasta
que el grito de alguna madre nos llamaba a cenar. Recordé el río como lugar de
encuentro con los amigos y pude ver las bicis tiradas en la orilla y escuchar
el eco de nuestras risas y confesiones.
Cuatro...
Mis hermanos y yo contábamos los días que
faltaban para las vacaciones de Navidad. Era el momento de desempolvar el Belén,
sacar la caja del serrín e ir a los
pinos a buscar musgo. Nos pasábamos la tarde con la cara pegada al cristal de
la ventana para ver llegar los coches de mis tíos.
Cinco...
Mi primera compra absurda fueron unas
zapatillas de deporte Nike. Llevaba
ahorrando desde la Comunión. Fui la envidia de mis hermanos y aún
recuerdo la cara de mis amigos cuando aparecí con ellas.
Seis...
Me enamoré de mi mejor amigo y dejamos
de ser amigos, de ir al río y de estar enamorados. Fue la primera vez que me
escondí para llorar. La primera vez que encontré refugio en la música y en la
soledad y la primera vez que no les conté a mis hermanos lo que me pasaba.
Siete...
Descubrí en un cajón de mi padre una
cajita con todos nuestros dientes de leche. Me pregunté qué fue del Ratón Pérez
y qué fue de esa niña que admiraba a sus padres y a la que le encantaba charlar
con sus abuelos.
Ocho...
Mi hermano pequeño murió en un
accidente.
Todos sabemos que existe la verdad
aunque nunca la hayamos visto. A todos se nos ha presentado asomada a una
mirada, hemos notado su ausencia en alguna voz o hemos creído que debíamos
defenderla en algún momento. En ese momento la vida se me presentó como cierta.
Nueve...
El
internado puso punto y final a mi infancia. Fue el primer año que no monté el
Belén. Recuerdo el olor a leña en la calle cuando me bajé del autobús con el
bolso y el uniforme, la cara roja del frío, mirando la iluminación del pueblo y
los coches de mis tíos por primera vez
esperándome en la puerta de casa. Esta vez no me puse nerviosa por verles a
ellos sino por ver a mis padres y hermanos.
Diez...
Mi
primera visita al río después de estar interna. Fui sola y sin bici. Busqué
formas en las nubes sorprendida en la duda de si alguien podría verme desde
allí y me di cuenta de que ya no era una niña al observar mi reflejo en el agua.
Once...
Me licencié y pensé en lo orgullosos que se habrían puesto mis
abuelos si me hubieran visto y en los sacrificios por llegar a fin de mes en
los pisos de estudiantes. Ahora que había terminado mis estudios podía volver a vivir en el pueblo. Nunca
volví.
Doce...
Me
fui lejos, a una ciudad, porque así se cumplirían mis expectativas laborales.
Siempre había pensado que con mi primer sueldo les compraría a mis padres lo
que pidieran, pero lo que no tuve en cuenta fue que los padres nunca piden. Les
llevaba cada año la cesta que me daban en el trabajo por Navidad.
En esta Navidad me he dado cuenta de
que la vida es un círculo que se cierra. Hoy es mi coche el que está aparcado
en la puerta de casa de mis padres y son mis hijos los primos que llegan por
Navidad, los que nunca han montado el Belén, los que han crecido sin la
compañía de sus abuelos, los que no entienden que los jerséis de sus primos en lugar de una marca lleven la
inicial de su nombre. Son mis hijos los niños que visten uniforme y a mis
sobrinos a los que les pertenece el río.
Son mis padres los abuelos que cuentan chistes y trabalenguas, los que mantienen
unida a la familia y los que al desaparecer harán que dejemos de venir al
pueblo.
Cuando el frío invierno haga que las
chimeneas humeen su inconfundible olor a leña, cuando los autobuses
devuelvan a sus casas a los niños
internos...muchos volveremos a nuestro lugar de origen, a reunirnos con los
nuestros y recordar lo que ahora nos parece tan lejano y brindaremos por el
nuevo año:
“por los que permanecen en nuestra
memoria enriqueciendo nuestros recuerdos del mismo modo que enriquecieron
nuestra vida, por los que van llegando cada año haciéndose sitio en nuestros corazones, por nuestros padres y por
los que en alguna ocasión, quizá en Navidad, al mirarles a la cara creemos
ver a los niños que fueron y que
nosotros nunca conocimos”.
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