20 mayo 2016

LA VIDA ES UN CÍRCULO QUE SE CIERRA.



LA VIDA ES UN CÍRCULO QUE SE CIERRA.
Cuando era pequeña los sueños estaban al alcance de mi mano y el tiempo sólo significaba la hora de dormir. Nací y crecí en un pueblo, en una casa con carné de familia numerosa siendo  la tercera de cuatro hermanos.
Cada Navidad, junto con el frío, llegaban de Madrid, Barcelona y Valencia mis tíos y primos, pero cuando murieron mis abuelos, poco a poco, dejaron de venir.
Después mis hermanos mayores salieron internos y más tarde yo. Nunca quise irme pero debía hacerlo  para poder seguir estudiando. Tras muchos años fuera de casa ya no quise volver. Decidí vivir mi vida lejos de aquello aunque volví cada año por Navidad.
Busqué un trabajo en una ciudad y viví una vida independiente. Conocí a un chico, me casé y tuvimos dos hijas. Comía fuera y les veía poco.
Este año, de nuevo en casa por Navidad, viendo a mis padres ya mayores y mirando a todos con las uvas preparadas y la copa de cava lista para brindar recordé tantas cosas... que fui dejando en cada campanada el recuerdo de la niña que fui:
Una...
Recordé una función en la que hice de Virgen María en una representación escolar y a la que toda mi familia vino a verme; cubierta con una sábana blanca y con un Nenuco entre mis brazos sonreía al video que grababan mis padres y a las fotos de mis abuelos. Mientras, mis hermanos trataban de hacerme reír desde lejos. Sentí que aquello era lo más importante que habíamos vivido juntos.
Dos...
Elevé el vuelo hasta mis abuelos, a los trabalenguas, juegos y chistes de mi abuelo, a los jerséis hechos por mi abuela. A uno le puso mi inicial. No recuerdo el día en que no quise ponérmelo más.
Tres...
Sentí la velocidad en la cara de las carreras de bicis por la cuesta de la Parroquia hasta llegar a la plaza donde  jugábamos a polis y a cacos hasta que el grito de alguna madre nos llamaba a cenar. Recordé el río como lugar de encuentro con los amigos y pude ver las bicis tiradas en la orilla y escuchar el eco de nuestras risas y confesiones.
Cuatro...
Mis hermanos y yo contábamos los días que faltaban para las vacaciones de Navidad. Era el momento de desempolvar el Belén, sacar la caja del  serrín e ir a los pinos a buscar musgo. Nos pasábamos la tarde con la cara pegada al cristal de la ventana para ver llegar los coches de mis tíos.
Cinco...
Mi primera compra absurda fueron unas zapatillas de deporte Nike. Llevaba  ahorrando desde la Comunión. Fui la envidia de mis hermanos y aún recuerdo la cara de mis amigos cuando aparecí con ellas.
Seis...
Me enamoré de mi mejor amigo y dejamos de ser amigos, de ir al río y de estar enamorados. Fue la primera vez que me escondí para llorar. La primera vez que encontré refugio en la música y en la soledad y la primera vez que no les conté a mis hermanos lo que me pasaba.
Siete...
Descubrí en un cajón de mi padre una cajita con todos nuestros dientes de leche. Me pregunté qué fue del Ratón Pérez y qué fue de esa niña que admiraba a sus padres y a la que le encantaba charlar con sus abuelos.
Ocho...
Mi hermano pequeño murió en un accidente.
Todos sabemos que existe la verdad aunque nunca la hayamos visto. A todos se nos ha presentado asomada a una mirada, hemos notado su ausencia en alguna voz o hemos creído que debíamos defenderla en algún momento. En ese momento la vida se me presentó como cierta.
Nueve...
El internado puso punto y final a mi infancia. Fue el primer año que no monté el Belén. Recuerdo el olor a leña en la calle cuando me bajé del autobús con el bolso y el uniforme, la cara roja del frío, mirando la iluminación del pueblo y los coches  de mis tíos por primera vez esperándome en la puerta de casa. Esta vez no me puse nerviosa por verles a ellos sino por ver a mis padres y hermanos.
Diez...
Mi primera visita al río después de estar interna. Fui sola y sin bici. Busqué formas en las nubes sorprendida en la duda de si alguien podría verme desde allí y me di cuenta de que ya no era una niña al observar mi reflejo en el agua.
Once...
Me licencié y pensé en lo orgullosos que se habrían puesto mis abuelos si me hubieran visto y en los sacrificios por llegar a fin de mes en los pisos de estudiantes. Ahora que había terminado mis estudios  podía volver a vivir en el pueblo. Nunca volví.
Doce...
Me fui lejos, a una ciudad, porque así se cumplirían mis expectativas laborales. Siempre había pensado que con mi primer sueldo les compraría a mis padres lo que pidieran, pero lo que no tuve en cuenta fue que los padres nunca piden. Les llevaba cada año la cesta que me daban en el trabajo por Navidad.

En esta Navidad me he dado cuenta de que la vida es un círculo que se cierra. Hoy es mi coche el que está aparcado en la puerta de casa de mis padres y son mis hijos los primos que llegan por Navidad, los que nunca han montado el Belén, los que han crecido sin la compañía de sus abuelos, los que no entienden que los jerséis  de sus primos en lugar de una marca lleven la inicial de su nombre. Son mis hijos los niños que visten uniforme y a mis sobrinos a  los que les pertenece el río. Son mis padres los abuelos que cuentan chistes y trabalenguas, los que mantienen unida a la familia y los que al desaparecer harán que dejemos de venir al pueblo.
Cuando el frío invierno haga que las chimeneas humeen su inconfundible olor a leña, cuando los autobuses devuelvan  a sus casas a los niños internos...muchos volveremos a nuestro lugar de origen, a reunirnos con los nuestros y recordar lo que ahora nos parece tan lejano y brindaremos por el nuevo año:
“por los que permanecen en nuestra memoria enriqueciendo nuestros recuerdos del mismo modo que enriquecieron nuestra vida, por los que van llegando cada año haciéndose sitio en  nuestros corazones, por nuestros padres y por los que en alguna ocasión, quizá en Navidad, al mirarles a la cara creemos ver  a los niños que fueron y que nosotros nunca conocimos”.

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