20 mayo 2016

RESACA DE SAN FERMÍN



RESACA DE SAN FERMÍN

Ya falta menos. Ocho días al año durante todos los años de nuestra vida. Ocho días y resaca de un año por el cocktail de risas, fuegos, bailes y alcohol. Ocho días de intensas emociones que nos acompañarán siempre.
Empezamos a disfrutar de las fiestas desde que apenas sabemos hablar, contemplando asombrados los polichinelas, avisando a “Gorgorito” de que viene la bruja por detrás. Nuestras primeras carreras las hacemos delante de los cabezudos y hacia los gigantes a los que entregamos nuestro mayor tesoro: el chupete. Aparcamos la silleta para cambiarla por un caballito o un coche de bomberos y miramos (mientras tocamos la campana) cual será la atracción en la que podremos subir el año que viene. Y con una manzana de caramelo o un algodón de azúcar nos dirigimos al parque de la Ciudadela para ver explotar el cielo en colores  llevándonos a la cama todas esas imágenes que guardaremos hasta el año siguiente.
Llegarán atracciones cada vez más emocionantes y aparcaremos el coche de bomberos para subirnos en un barco pirata y cambiaremos la manzana de caramelo por unos boletos de la tómbola y el dormir tras los fuegos por bailar en los bares. Pero no siempre la edad nos llevará a elegir el riesgo. Llegará un momento en que en lugar de salir con las peñas y coger una entrada de sol para los toros, saldrás con tu pareja a una entrada de sombra, cambiando la emoción del barco pirata por el romanticismo de la noria y los bares por las verbenas.
Y nos perderemos en el bullicio de la parte vieja donde los colores blanco y rojo crean un conjunto inseparable y los olores a vino, churros y pólvora formarán un único olor: a fiesta. Durante unos días desaparecen las caras habituales por otras extranjeras, el día por la noche, la comida de casa por los bocadillos,  andar por  bailar,  hablar por  cantar, pensar por sentir... Lo anormal se convierte en norma compartida por todos.
Después de varios años jugando en el patio de la escuela a correr delante de los toros llega el año en que puedes hacerlo de verdad. Eres una gota más en ese río blanco y rojo que fluye cada mañana a las ocho, formando parte de la única carrera en la que todo el mundo tiene el mismo favorito: los mozos.
La tensión llega hasta el vallado, hasta los balcones... y más allá, atraviesa pueblos y países y se comparte desde casas de todo el mundo, desde coches camino al trabajo, desde talleres, bares... Se dispara el cohete y comienza la carrera. Estás dentro y tienes que correr hasta llegar a la plaza. En el camino escuchas los ánimos de los que te miran e imaginas a los que no ves. Tu mente recorre todos los sanfermines que has vivido a lo largo de tu vida hasta llegar al momento de la carrera: te visualizas temiendo por el pobre Gorgorito, por ti mismo al ser perseguido por “Cara Vinagre”, recuerdas el miedo que pasaste el día que subiste en “Revolution” y las ganas de cada año de correr el encierro. Ahora estás ahí. Las miradas os empujan hacia la plaza, las caídas sobresaltan todos los corazones y las cogidas hacen aflorar un único grito como si el mundo entero tuviera una sola garganta. Y por fin ves la plaza de toros y oyes la charanga y los gritos y aplausos de los que esperan para recibir a los corredores. Sonriendo y aún nervioso piensas en tu próximo encierro.
Ahora nos encontramos en la semana posterior a San Fermín, es la vuelta a la normalidad; el comercio vuelve a los escaparates dejando las calles vacías de puestos y de gente para que las pasees, las estrellas vuelven a ser lo que más brilla en el cielo apacible y silencioso , descubrimos que bajo los sacos de colores de los extranjeros se hallaba un parque verde que no huele a vino sino a hierba y el humo ya no sale de las barracas sino de los tubos de escape de los coches.  De nuevo las caras de la calle te resultan familiares. Los colores blanco y rojo dejan de ser un conjunto y la gente vuelve a caminar seria, sin bailar ni cantar... como si toda la magia hubiera desaparecido de golpe.
Al detenerte en un escaparate ves en tu reflejo que tú también eres uno de ellos; llevas un vaquero azul con una camisa gris y permaneces quieto mirando una licorería sin saber por qué. Otro hombre serio se detiene a tu lado movido por la misma inercia. Entonces comprendes que la magia no ha desaparecido sino que  está en el interior de todos aquellos que han vivido las fiestas. Lo comprendes  cuando ves aflorar una sonrisa en su rostro mientras observa una botella con la silueta de un toro. Tú también sonríes, le miras y dices: ya falta menos.

LO ESPECIAL DE LO COTIDIANO



LO ESPECIAL DE LO COTIDIANO
Hoy me he dado un baño y tumbada en la bañera he pasado revista a todos los objetos que lo pueblan, ésos que hemos ido comprando o adquiriendo y que llenan cada instante siendo casi invisibles a la mirada diaria.
Cada jabón fue elegido; éste para la piel sensible de Pimbow, éste otro para mi, porque soy una necia y me encanta su olor. Para cuando nos damos un baño éste que hace mucha espuma y también éste champú especial rizos o esta  leche corporal (de la que refirma y quita la celulitis, claro).
Los botes de gel están guardados en una caja metálica, de escritorio, que compré para el estudio y que de hecho durante bastante tiempo estuvo sobre la mesa guardando sobres, papeles, cargadores de móvil, gafas de sol...pero al regalarme Pimbow la impresora fotográfica tuvo que cambiar el estudio por el baño porque ya no cabía.
No solo guarda los botes de gel y champú sino que también viven en ella una esponja con cabeza de vaca y dos delfines que cogí del piso que compramos el año pasado en Pamplona. Los traje pensando en los gordis. Ahora pienso en Bichu, en cuando se bañe con ellos.
Además del espejo de rigor sobre el mueble del lavabo, hay otro pequeño en forma de flor que me regaló Teresa un año para mi cumple, cuando proyectaba venir a vivir con Pimbow. De eso hace ya tres años. Junto al espejo me regaló la esponja con cabeza de vaca que me hizo mucha gracia cuando la vimos en la tienda. Volvió otro día para comprármela.
Sobre el mueble del lavabo hay una botella de cristal con dos rosas artificiales. La botella es la que teníamos para el agua pero se nos rompió la parte de arriba así que se convirtió en jarrón. Las rosas me las regaló Lilia hace ya muchísimo tiempo. Fue el verano de segundo de carrera cuando nos íbamos a ir a Calafell ella, Dani y yo a pasar unos días.
También sobre el mueble del lavabo hay una pequeña caja de madera que me regalaron los padres de Pimbow y en la que guardo las cerillas para encender las velas y el incienso. La caja la trajeron de una feria de Burdeos. Es hexagonal pero está tan mal hecha que solo la puedes cerrar de una posición porque cada lado tiene diferente largura.
También guardo en la caja una base que me trajeron mis padres de Tailandia para colocar el incienso.
El incienso lo trajimos de Mauricio, lo compramos en un mercado de Port Louis y lo regatee tanto que casi me voy sin él. Lo grabamos en video.
Lo lleva en la espalda un hombrecillo azul con unas ventosas que escala por el espejo. Ese hombre lo cogí cuando desalojaron uno de los pisos que alquilo.
Las velas son de IKEA. Las compré un día que fui con Iñaki. Nos lo pasamos muy bien haciendo carreras con los carros y al final teníamos tanto hambre que, como huelen a frambuesa, casi nos las comemos. Hay una en  un farolillo portavelas que también compré ése día. Tiene tara y me costó muy barato.
Y en la bañera yo, a cinco días de dar a luz y sin mejor cosa que hacer que recordar la breve historia de lo que me rodea en el baño, en este baño de verano, de embarazo y nostalgia, de esperanza y violeta.

CUENTA LA ABUELA…



CUENTA LA ABUELA…
Las cosas importantes que pasan en la vida de las personas aparecen reflejadas en alguna parte: fotos, un círculo en un número de un calendario, una nota en la agenda, un garabato en una servilleta de un bar con un teléfono que no podemos olvidar…Pero ése día fue un día como otro cualquiera, sin fecha, sin hora, sin por qué y sólo quedó reflejado en mí. Fue el día en el que me di cuenta de que había aceptado con absoluta normalidad algo tan grande como que ella me querría siempre.
Había una vez unos niños a los que nunca les faltó tarta de manzana en su cumpleaños, ni coca en San Juan. Unos niños cuya ropa estropeada siempre tuvo una solución: si las rodillas estaban rotas se les ponía una rodillera con el superhéroe del momento, si hacía frío se les tejía un jersey o una bufanda. Unos niños a los que les dejaba meterse en su cama por muy temprano que se levantasen. Había una vez cuatro hermanos que escuchaban incansables el cuento  del “Barquito de papel” mirando un tapiz pintado por ella que parecía que lo ilustraba. Pasaron los años y gran parte de la vida de aquellos niños cambió mucho pero siguieron recibiendo su llamada para ver cómo les iba, nunca faltó a sus cumpleaños aunque fuera con la pierna escayolada y les esperó cada domingo con la merienda preparada por si iban a visitarla. Fue en una de esas meriendas, de un día como otro cualquiera cuando, mirando como sus manos finas y cuidadas doblaban la servilleta de esa forma tan peculiar que ella lo hacía,  me di cuenta de que mi abuela era la parte de mi vida que se mantenía inamovible. Ella había vivido mis cambios manteniéndose siempre a mi lado, como si yo no cambiara, como si ella no cambiara. Me di cuenta de que además de mi abuela era una persona con mucho por contar.
Cuenta la abuela que también fue niña, que vivió una guerra, en tiempos en los que tener dinero significaba poder tocar el piano y pintar. Cuenta que tuvo que superar muchas ausencias, que encajar muchos golpes y que empezar de cero muchas veces aunque ganó en experiencias, libertad y sensatez. Cuenta la abuela que aprendió a gestionar con éxito una economía doméstica, a mandar y a mantener el orden con respeto, que creó una familia con hijos, nietos y biznietos de la que fue la reina.

LA VIDA ES UN CÍRCULO QUE SE CIERRA.



LA VIDA ES UN CÍRCULO QUE SE CIERRA.
Cuando era pequeña los sueños estaban al alcance de mi mano y el tiempo sólo significaba la hora de dormir. Nací y crecí en un pueblo, en una casa con carné de familia numerosa siendo  la tercera de cuatro hermanos.
Cada Navidad, junto con el frío, llegaban de Madrid, Barcelona y Valencia mis tíos y primos, pero cuando murieron mis abuelos, poco a poco, dejaron de venir.
Después mis hermanos mayores salieron internos y más tarde yo. Nunca quise irme pero debía hacerlo  para poder seguir estudiando. Tras muchos años fuera de casa ya no quise volver. Decidí vivir mi vida lejos de aquello aunque volví cada año por Navidad.
Busqué un trabajo en una ciudad y viví una vida independiente. Conocí a un chico, me casé y tuvimos dos hijas. Comía fuera y les veía poco.
Este año, de nuevo en casa por Navidad, viendo a mis padres ya mayores y mirando a todos con las uvas preparadas y la copa de cava lista para brindar recordé tantas cosas... que fui dejando en cada campanada el recuerdo de la niña que fui:
Una...
Recordé una función en la que hice de Virgen María en una representación escolar y a la que toda mi familia vino a verme; cubierta con una sábana blanca y con un Nenuco entre mis brazos sonreía al video que grababan mis padres y a las fotos de mis abuelos. Mientras, mis hermanos trataban de hacerme reír desde lejos. Sentí que aquello era lo más importante que habíamos vivido juntos.
Dos...
Elevé el vuelo hasta mis abuelos, a los trabalenguas, juegos y chistes de mi abuelo, a los jerséis hechos por mi abuela. A uno le puso mi inicial. No recuerdo el día en que no quise ponérmelo más.
Tres...
Sentí la velocidad en la cara de las carreras de bicis por la cuesta de la Parroquia hasta llegar a la plaza donde  jugábamos a polis y a cacos hasta que el grito de alguna madre nos llamaba a cenar. Recordé el río como lugar de encuentro con los amigos y pude ver las bicis tiradas en la orilla y escuchar el eco de nuestras risas y confesiones.
Cuatro...
Mis hermanos y yo contábamos los días que faltaban para las vacaciones de Navidad. Era el momento de desempolvar el Belén, sacar la caja del  serrín e ir a los pinos a buscar musgo. Nos pasábamos la tarde con la cara pegada al cristal de la ventana para ver llegar los coches de mis tíos.
Cinco...
Mi primera compra absurda fueron unas zapatillas de deporte Nike. Llevaba  ahorrando desde la Comunión. Fui la envidia de mis hermanos y aún recuerdo la cara de mis amigos cuando aparecí con ellas.
Seis...
Me enamoré de mi mejor amigo y dejamos de ser amigos, de ir al río y de estar enamorados. Fue la primera vez que me escondí para llorar. La primera vez que encontré refugio en la música y en la soledad y la primera vez que no les conté a mis hermanos lo que me pasaba.
Siete...
Descubrí en un cajón de mi padre una cajita con todos nuestros dientes de leche. Me pregunté qué fue del Ratón Pérez y qué fue de esa niña que admiraba a sus padres y a la que le encantaba charlar con sus abuelos.
Ocho...
Mi hermano pequeño murió en un accidente.
Todos sabemos que existe la verdad aunque nunca la hayamos visto. A todos se nos ha presentado asomada a una mirada, hemos notado su ausencia en alguna voz o hemos creído que debíamos defenderla en algún momento. En ese momento la vida se me presentó como cierta.
Nueve...
El internado puso punto y final a mi infancia. Fue el primer año que no monté el Belén. Recuerdo el olor a leña en la calle cuando me bajé del autobús con el bolso y el uniforme, la cara roja del frío, mirando la iluminación del pueblo y los coches  de mis tíos por primera vez esperándome en la puerta de casa. Esta vez no me puse nerviosa por verles a ellos sino por ver a mis padres y hermanos.
Diez...
Mi primera visita al río después de estar interna. Fui sola y sin bici. Busqué formas en las nubes sorprendida en la duda de si alguien podría verme desde allí y me di cuenta de que ya no era una niña al observar mi reflejo en el agua.
Once...
Me licencié y pensé en lo orgullosos que se habrían puesto mis abuelos si me hubieran visto y en los sacrificios por llegar a fin de mes en los pisos de estudiantes. Ahora que había terminado mis estudios  podía volver a vivir en el pueblo. Nunca volví.
Doce...
Me fui lejos, a una ciudad, porque así se cumplirían mis expectativas laborales. Siempre había pensado que con mi primer sueldo les compraría a mis padres lo que pidieran, pero lo que no tuve en cuenta fue que los padres nunca piden. Les llevaba cada año la cesta que me daban en el trabajo por Navidad.

En esta Navidad me he dado cuenta de que la vida es un círculo que se cierra. Hoy es mi coche el que está aparcado en la puerta de casa de mis padres y son mis hijos los primos que llegan por Navidad, los que nunca han montado el Belén, los que han crecido sin la compañía de sus abuelos, los que no entienden que los jerséis  de sus primos en lugar de una marca lleven la inicial de su nombre. Son mis hijos los niños que visten uniforme y a mis sobrinos a  los que les pertenece el río. Son mis padres los abuelos que cuentan chistes y trabalenguas, los que mantienen unida a la familia y los que al desaparecer harán que dejemos de venir al pueblo.
Cuando el frío invierno haga que las chimeneas humeen su inconfundible olor a leña, cuando los autobuses devuelvan  a sus casas a los niños internos...muchos volveremos a nuestro lugar de origen, a reunirnos con los nuestros y recordar lo que ahora nos parece tan lejano y brindaremos por el nuevo año:
“por los que permanecen en nuestra memoria enriqueciendo nuestros recuerdos del mismo modo que enriquecieron nuestra vida, por los que van llegando cada año haciéndose sitio en  nuestros corazones, por nuestros padres y por los que en alguna ocasión, quizá en Navidad, al mirarles a la cara creemos ver  a los niños que fueron y que nosotros nunca conocimos”.